29 junio 2005

EL ALMENDRO EN LA ARENA



Hace varios años leí en la revista española "MÁS ALLÁ" un cuento que me pareció muy hermoso y que no pude dejar de copiar en un cuaderno personal.Me parece apropiado publicarlo, aunque no recuerdo el nombre del real autor o si bien, él a su vez lo transcribió de algún lugar de acopio de sabiduría.

EL ALMENDRO EN LA ARENA.
Hubo una vez un hombre con un recuerdo tan nítido del Paraíso que decía que todo lo que es hoy desierto y páramo, erial y piedras estériles, fue alguna vez vergel y jardín, huerto y valle luminoso. Tan alucinante era para él esa idea, con tanta constancia le percutía las sienes, que decidió hacerse sembrador de imágenes paradisíacas para que la memoria de aquella antigua belleza no se perdiera del todo. Por eso se adentraba, con su instrumental de jardinero y sus saquitos de semillas, allí donde el viento desnuda sus propósitos y cambia sus rumbos, para plantar una palmera enana a la que protegía con una sólida muralla de piedras, o ascendía una montaña pelada para vestirla de musgos. De tan descabellada, la idea lo había dejado tempranamente calvo .
Todo lo que ganaba en sus diferentes trabajos lo invertía en esquejes y abonos.
--Donde haya una flor –solía decir--, donde oscile una hoja y tiemble un fruto, allí hay un fragmento del Paraíso que quiere ser visto, oído y sentido. Todo lo veía verde, frondoso, exuberante. Incluso en los momentos de mayor desesperación y soledad decía oír el murmullo de los manantiales y vislumbrar una ondulación de gramíneas bajo la brisa del mediodía. Bastaba que alguien le dijera que tal o cual árbol no podía crecer en tal o cual lugar para que, a propósito, y para contradecirlo, el sembrador de imágenes paradisíacas se adentrase en esas mustias tierras de nadie o en baldíos infectos para plantar allí un violáceo pensamiento o un rosal, especies que, por lo general, sobrevivían y prosperaban. Un día se le ocurrió que debía llevar un almendro al desierto. Lo plantó en medio de un círculo de ágaves y de cactáceas, cavó y trazó acequias a su alrededor, pero, aún así, el almendro no floreció, aunque tampoco murió.
Cada año, entre viaje y viaje, el hombre visitaba al almendro y se admiraba de su resistencia. Todo lo que lo rodeaba estaba lleno de vida, incluso el microclima del desierto parecía haber cambiado en ese sitio cuyo eje era el árbol silencioso, que no soltaba hoja ni flor. Llegada su hora de partir de este mundo, el sembrador de imágenes paradisíacas quiso ver por última vez el almendro. Librar su última batalla entre el “no” del desierto y el “sí” del hombre.
Había sido un otoño lluvioso. El paisaje olía a ozono, la luz era tibia. El bastón de bambú lo sostenía con dificultad. Se acercó al árbol y tocó su oscura corteza con cariño, como si acariciase a un familiar. --Aunque mis ojos no te hayan visto en flor –le dijo--, no por eso dejaré de creer en tu hermosura. Fue entonces que ocurrió el milagro, en un diminuto agujero del tronco, húmedo y lleno de savia, el hombre entrevió un atrayente destello. Inclinándose con dificultad descubrió, en ese hueco, pétalos y cálices que nunca había visto, estambres de oro en campos azules, una nube de polen flotando sobre el más negro de los abismos, verdores infinitos bajo la atención de sus gastadas pupilas, el secreto y apócrifo Paraíso en testimonio del cual había actuado siempre.
--Qué tonto he sido – suspiró--. Esperaba un signo externo de aquello que, al principio, sólo crece hacia dentro.
Esperaba ver en mi tiempo lo que responde al suyo.

--Qué tonto he sido –le contestó a su vez, el almendro al hombre, que no podía oírlo--.

Pensé que me habías abandonado aquí porque no me querías y ahora veo que lo has hecho para que aprendiese a amar el desierto.

Cuando, meses más tarde, el sembrador de imágenes paradisíacas murió, en una abundante floración el almendro atrajo sobre sí cuarenta abejas, un abejorro y el trino de unos pájaros que celebraron sus bodas entre sus ramas.

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